/ sábado 21 de abril de 2018

Francia fabricará pasaporte británico

Recuperarán los célebres pasaportes de tapas azules

PARIS, FRANCIA – Los británicos—siempre orgullosos de su pasado y de su gloria imperial—volverán recuperar los célebres pasaportes de tapas azules con letras doradas que usaron hasta 1988. La medida comenzará a regir en 2019, cuando se concrete el Brexit y Gran Bretaña abandone definitivamente la Unión Europea (UE). Pero, lejos de convertirse en un signo de la grandeza recuperada, ese documento se convertirá en otra causa de escarnio para el orgullo británico y de rencor con Europa: el nuevo símbolo de la nueva “soberanía” del Reino Unido no será fabricado en el país, sino que fue confiado a una empresa franco-holandesa.

“¿A quién se le ocurriría beber whisky producido en Francia o un plum pudding preparado en Holanda? Entonces, ¿por qué razón fabricar en el continente algo que la industria británica puede hacer igual o mejor?”, se escandalizó el diario populista Daily Mail. [“Continente” es el término que prefieren usar los británicos cuando quieren referirse en forma casi peyorativa al resto de Europa].

La respuesta al enigma que planteaba el Daily Mail es simple: la oferta presentada por el grupo franco-holandés Gemalto es mucho más barata que el presupuesto entregado por la empresa británica De La Rue. El costo final de la operación será de un “valor estimado en 490 millones de libras esterlinas (unos 560 millones de euros”, según indiscreciones deslizadas por diputados en el Parlamento de Westminster).

El motivo del escándalo, en realidad, es otro: para los británicos que votaron a favor del Brexit (ruptura con Europa), abandonar el pasaporte de color rojo bordó de la UE tenía un importante significado político de separación y de reafirmación psicológica. El tradicional documento azul del Reino Unido comenzó a circular a partir de 1921, cuando la grandeza del imperio británico todavía se extendía sobre los siete mares. El único detalle bothering (molesto) residía en que las 32 páginas del salvoconducto estaban escritas en francés, que era el idioma diplomático usual en Europa desde el siglo XVIII.

Desde hace tiempo, el león—que simboliza el poder de la corona—perdió algunos dientes, tiene reumatismo, cojea al caminar y tiene el pelo ralo. Los británicos tuvieron que aprender a tomar el té en saquitos y comenzaron a beber vino con las comidas, los hombres dejaron de usar sombrero bombín, desaparecieron los mayordomos, y los restaurantes—presionados por sus clientes—tuvieron que adaptarse progresivamente a la gastronomía internacional.

El pasaporte fue una poderosa arma política en la batalla del Brexit: durante la campaña para el referéndum del 23 de junio de 2016, los dos principales heraldos del Brexit—el actual canciller Boris Johnson y Nigel Farage, ex líder del partido xenófobo UKIP—, exhibían regularmente el documento bordó para denunciar las calamidades de la UE.

Esos profetas del milagro, en cambio, presentaban el Brexit como un remedio infalible para “dejar de pagar por los excesos financieros de los europeos” y una forma de recuperar la total soberanía del país a fin de poder desarrollar una “auténtica política independiente” sin depender de la “burocracia de Bruselas”.

Esos antecedentes permiten comprender el shock emocional sufrido por los británicos cuando se anunció que los pasaportes serían fabricados por una empresa franco-holandesa que–entre paréntesis–es uno de los líderes mundiales del mercado de la seguridad digital: la edición de documentos oficiales representa 20% de sus ingresos—que fueron de 578 millones de euros en 2017—y el resto de su actividad se divide entre la fabricación de tarjetas inteligentes para 450 operadores de telefonía móvil y tarjetas de crédito para bancos.

La herida narcisista fue tan profunda que llegó hasta los escaños de la Cámara de los Comunes. “Confiar esta tarea a los franceses es sencillamente asombroso. ¡Es una humillación nacional!”, exclamó el diario sensacionalista The Sun, propiedad del magnate Rupert Murdoch, aliado de los conservadores en el poder.

Montado en esa ola de nacionalismo, el dueño de la empresa británica De La Rue, Martin Sutherland, invitó a la primera ministra a visitar su fábrica en Basingstoke (Hampshire): Theresa May “debe venir a explicar a los obreros por qué es sensato deslocalizar la fabricación de ese icono británico”.

El sindicato Unite, principal central obrera del país, apeló también al gobierno conservador a abandonar su decisión “por razones de seguridad nacional”.

Todos saben, en verdad, que solo una parte de los actuales pasaportes británicos se fabricaban en Gran Bretaña y el resto se producía en Francia.

Aunque todavía algunos fanáticos siguen aullando en la retaguardia del combate, la batalla del pasaporte parece perdida: “La recuperación de nuestro emblemático pasaporte azul, debía ser el símbolo del restablecimiento de la identidad británica y un momento de celebración”, se ofuscó el ex ministro conservador Priti Pratel. En cambio—sentenció—“ahora será un motivo de duelo y una última derrota frente al enemigo ancestral”.

PARIS, FRANCIA – Los británicos—siempre orgullosos de su pasado y de su gloria imperial—volverán recuperar los célebres pasaportes de tapas azules con letras doradas que usaron hasta 1988. La medida comenzará a regir en 2019, cuando se concrete el Brexit y Gran Bretaña abandone definitivamente la Unión Europea (UE). Pero, lejos de convertirse en un signo de la grandeza recuperada, ese documento se convertirá en otra causa de escarnio para el orgullo británico y de rencor con Europa: el nuevo símbolo de la nueva “soberanía” del Reino Unido no será fabricado en el país, sino que fue confiado a una empresa franco-holandesa.

“¿A quién se le ocurriría beber whisky producido en Francia o un plum pudding preparado en Holanda? Entonces, ¿por qué razón fabricar en el continente algo que la industria británica puede hacer igual o mejor?”, se escandalizó el diario populista Daily Mail. [“Continente” es el término que prefieren usar los británicos cuando quieren referirse en forma casi peyorativa al resto de Europa].

La respuesta al enigma que planteaba el Daily Mail es simple: la oferta presentada por el grupo franco-holandés Gemalto es mucho más barata que el presupuesto entregado por la empresa británica De La Rue. El costo final de la operación será de un “valor estimado en 490 millones de libras esterlinas (unos 560 millones de euros”, según indiscreciones deslizadas por diputados en el Parlamento de Westminster).

El motivo del escándalo, en realidad, es otro: para los británicos que votaron a favor del Brexit (ruptura con Europa), abandonar el pasaporte de color rojo bordó de la UE tenía un importante significado político de separación y de reafirmación psicológica. El tradicional documento azul del Reino Unido comenzó a circular a partir de 1921, cuando la grandeza del imperio británico todavía se extendía sobre los siete mares. El único detalle bothering (molesto) residía en que las 32 páginas del salvoconducto estaban escritas en francés, que era el idioma diplomático usual en Europa desde el siglo XVIII.

Desde hace tiempo, el león—que simboliza el poder de la corona—perdió algunos dientes, tiene reumatismo, cojea al caminar y tiene el pelo ralo. Los británicos tuvieron que aprender a tomar el té en saquitos y comenzaron a beber vino con las comidas, los hombres dejaron de usar sombrero bombín, desaparecieron los mayordomos, y los restaurantes—presionados por sus clientes—tuvieron que adaptarse progresivamente a la gastronomía internacional.

El pasaporte fue una poderosa arma política en la batalla del Brexit: durante la campaña para el referéndum del 23 de junio de 2016, los dos principales heraldos del Brexit—el actual canciller Boris Johnson y Nigel Farage, ex líder del partido xenófobo UKIP—, exhibían regularmente el documento bordó para denunciar las calamidades de la UE.

Esos profetas del milagro, en cambio, presentaban el Brexit como un remedio infalible para “dejar de pagar por los excesos financieros de los europeos” y una forma de recuperar la total soberanía del país a fin de poder desarrollar una “auténtica política independiente” sin depender de la “burocracia de Bruselas”.

Esos antecedentes permiten comprender el shock emocional sufrido por los británicos cuando se anunció que los pasaportes serían fabricados por una empresa franco-holandesa que–entre paréntesis–es uno de los líderes mundiales del mercado de la seguridad digital: la edición de documentos oficiales representa 20% de sus ingresos—que fueron de 578 millones de euros en 2017—y el resto de su actividad se divide entre la fabricación de tarjetas inteligentes para 450 operadores de telefonía móvil y tarjetas de crédito para bancos.

La herida narcisista fue tan profunda que llegó hasta los escaños de la Cámara de los Comunes. “Confiar esta tarea a los franceses es sencillamente asombroso. ¡Es una humillación nacional!”, exclamó el diario sensacionalista The Sun, propiedad del magnate Rupert Murdoch, aliado de los conservadores en el poder.

Montado en esa ola de nacionalismo, el dueño de la empresa británica De La Rue, Martin Sutherland, invitó a la primera ministra a visitar su fábrica en Basingstoke (Hampshire): Theresa May “debe venir a explicar a los obreros por qué es sensato deslocalizar la fabricación de ese icono británico”.

El sindicato Unite, principal central obrera del país, apeló también al gobierno conservador a abandonar su decisión “por razones de seguridad nacional”.

Todos saben, en verdad, que solo una parte de los actuales pasaportes británicos se fabricaban en Gran Bretaña y el resto se producía en Francia.

Aunque todavía algunos fanáticos siguen aullando en la retaguardia del combate, la batalla del pasaporte parece perdida: “La recuperación de nuestro emblemático pasaporte azul, debía ser el símbolo del restablecimiento de la identidad británica y un momento de celebración”, se ofuscó el ex ministro conservador Priti Pratel. En cambio—sentenció—“ahora será un motivo de duelo y una última derrota frente al enemigo ancestral”.

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