Hay amores y ¡ay amores! Los que existen en grande, siempre lejanos, de cuento, perfectos. Cuando son los propios la h desaparece porque ¡ay amores!, y se llevan con la alegría y el dolor de saberse imperfectos, cambiantes y perecederos.
Empecé escribiendo esta columna como una especie de cartas de amor a este terreno árido y plano, la obsesión incomprendida, la ciudad a la que querer hasta hace poco parecía difícil y hasta de mal gusto.
Por muchos años a los cachanillas nos dio miedo confesar en voz alta lo que dictaba nuestro corazón. Queríamos al terruño de manera secreta, a escondidas, asumiendo que era una causa perdida. Le defendíamos como a esa novia o novio que todos critican pero argumentamos es bien buena onda.
A sabiendas de todas esas razones empecé a escribir esta colaboración hace 3 años y 4 meses. Las apuestas eran mayoritariamente negativas: que si ya nadie lee, que aquí nada más hay tacos y comida china, que la ciudad no da para algo así, y un largo, larguísimo etcétera.
La aventura se hizo seria muy rápidamente, y he tenido el privilegio de entrar a todo tipo de cocinas. He comido platillos deliciosos, sorpresivos, extraños, fascinantes y algunos que de plano no llegaron a estas páginas.
He escuchado historias maravillosas, y es que la comida para que sea buena debe hacerse con amor, debe tener un conjunto de ingredientes intangibles pero perceptibles que la hacen entrañable. Nadie sabe describir como preparar comida con “eso”, pero cuando lo tiene lo sentimos y nos toca los botones del recuerdo o de la emoción.
Con el pretexto de que nos sentáramos a comer juntos, les conté de como esta ciudad y su valle me han formado, a lo largo de estas crónicas desfilaron mis abuelos, la tierra, la carretera, los amigos de la adolescencia, mis hermanas, mis amigos actuales. Y es que comer sigue siendo el ritual con el que reafirmamos nuestros lazos y recomprometemos nuestras vidas.
Comiendo compartimos, comiendo entendemos la historia de nuestras familias, costumbres y tierras. Y es también por medio de la comida que entendemos mucho de cómo son los otros.
Hoy escribo esta última carta de amor de esta buena y tragona etapa de mi vida. No me atrevo a decir que el Chicali se ha terminado, pero si que toma un descanso para convertirse quizá en algo diferente, en algo desde donde pueda seguir compartiendo mi relación con la ciudad.
No hay manera de agradecer todo lo que he recibido al hacer este trabajo. Primeramente el equipo de La Voz, ya que no sólo me dieron total confianza y libertad para escribir, sino que siempre fueron una gran porra lectora.
Atesoro las conversaciones e historias que sobrevolaron cada mesa. Cada una de las manos que han cocinado para mi y para ustedes, ya que acrecentaron mi amor por la ciudad y su gente.
Como algunos saben, esta colaboración nunca fue patrocinada, y muchos de los negocios aquí reseñados se enteraban hasta que se veían en las páginas impresas, así que siempre tuve un conjunto de cómplices que corrieron rápido a ayudarme a hacer fotos y a elegir varios platillos.
La misión más grande del Chicali Tragón era vernos, aceptarnos, darnos cuenta que no sólo éramos carne asada y comida china (que amaremos por siempre), que somos la ciudad que florece y existe a pesar de que todos lo crean difícil. Somos la ciudad que ha demostrado que con mesa, cervezas y algo que picar, todo puede ser posible.
Seguro nos vamos a encontrar por ahí, comiendo en algún lado.
Con amor
Karina Villalobos