Uno de los momentos más grotescos de las protestas post electorales de 2006, en las que López Obrador se dijo robado, fue el día de la toma de posesión como Presidente de la República de Felipe Calderón, el 1 de diciembre de aquel año, cuando aliados de su movimiento tomaron el Palacio Legislativo de San Lázaro y pretendieron bloquear el acceso al recinto con curules, sillas, objetos, para inducir, decían, una crisis constitucional a falta de Primer mandatario.
Todos los partidos tuvieron las actas de casilla. En efecto, estaban muy parejos los candidatos, pero el panista ganó legítimamente. Nunca hubo pruebas del supuesto fraude electoral. Era un llamado a la venganza, no a la justicia.
Más recientemente, el 6 de enero de 2021, azuzado por Donald Trump, un grupo violento de seguidores tomó el Capitolio en Washington, el día en que se ratificaría el triunfo de Joe Biden como presidente de EU. Destrozaron todo a su paso. Buscaban obligar a los congresistas a ratificar a Trump como presidente, sin ningún papel que los respaldara, solo porque ellos creían eso, alentados por el entonces presidente al que no le gusta perder.
Esta semana, Guadalupe Acosta Naranjo, dirigente del extinto PRD y a nombre del Frente Cívico Nacional, hizo un llamado a tomar el Congreso e impedir la toma de posesión de Claudia Sheinbaum, si es que se llega a aprobar la reforma judicial.
La convocatoria a tal desatino es irresponsable. Se sumaría a aquellas fallidas “tomas” de Congresos, que buscan desafiar la legalidad en aras de ganar, por la fuerza, lo que no se conquistó en las urnas.
La reforma judicial es riesgosa y populista. Apela convenencieramente a que la gente decida sobre quién será el mejor juez, cuando en realidad es aprovechar la mayoría electoral del partido en el poder para poner en puestos claves de la justicia a aliados incondicionales de Morena. Sin embargo, si se aprueba en el Congreso, será ley, votada por una mayoría legislativa que, incluso sin sobrerrepresentación, fue electa con un margen amplio por la ciudadanía. Y a eso se le llama tener legitimidad.
Puede no gustarnos a muchos lo que ahí se decida, pero pretender combatir la antidemocracia con violencia sería profundizar el hoyo democrático de México.
Estamos ante el escenario irremediable de tener de vuelta a un Partido de Estado, votado mayoritariamente en las urnas. Otra vez el Ogro Filantrópico que regala dinero y avasalla minorías. Aunque Ricardo Monreal jure que no serán un nuevo PRI; ya lo son.
Pero la opción de lanzarse a las calles a impedir la toma de posesión de una Presidenta legítima, bloquear el Congreso e incendiar el país es perder el tiempo, cuando lo que la oposición necesita es reordenarse y comenzar, otra vez, el arduo camino de construir una nueva legitimidad, que diluya las aristas autoritarias del nuevo gobierno y resuelva con inteligencia problemas urgentes como la inseguridad o la salud, que la 4T ve muy bien, pero que en verdad son una calamidad ciudadana.
Pero todo por las vías institucionales. Con inteligencia. Con las pruebas de la razón en las manos. Llamar a adoptar medidas de fuerza o irse a la guerrilla son salidas inviables, si es que tenemos todavía la esperanza de que los mexicanos somos capaces de resolver nuestras diferencias mediante el debate público.