Si las elecciones fueran hoy, Donald Trump se convertiría -de nuevo- en presidente de Estados Unidos; si fueran mañana, también. ¿En noviembre? Es muy probable. Ahora no solo es un candidato, sino un mártir.
Pero demos un paso atrás. El atentado que sufrió el expresidente es un acto de violencia política que todos debemos condenar. No se trata de especular si fue una agresión planeada como estrategia o un ataque directo por intimidación o represalias. Esas teorías circulan por las redes y necesitan tierra para parar en seco. Seamos nosotros ese extinguidor del odio.
La violencia política no es ninguna novedad en la democracia estadounidense. Tenemos años amplificando las diferencias y le dedicamos muy poco tiempo a construir la paz. De hecho, cuatro de los 45 presidentes han sido asesinados en la historia del país y los atentados a mandatarios y expresidentes superan ya los dedos de una mano. Pero no todos los ataques crearon simpatía electoral.
Trump no solo tiene su favor haber sobrevivido a un ataque directo en pleno acto de campaña; le favorece la tibieza y falta de fuerza de su oponente. Incluso en el partido demócrata se cuestionan si Biden aún está en facultades de ejercer otros cuatro años más como mandatario nacional. A unas semanas de la convención del partido, la intriga gana terreno entre las filas.
Al expresidente el intento de asesinato le ha generado simpatía entre sus aliados e incluso los críticos, pero también ha revivido el trauma del asalto al Capitolio ese 6 de enero de 2021. Una contradicción como toda su carrera política.
Al republicano también le favorece el respaldo casi incondicional del partido. Durante la Convención Nacional, incluso aquellos que le dieron batalla en las preferenciales dejaron atrás viejas riñas y le refrendaron su apoyo. Con todo y a pesar de todo, creen que Trump es la opción más viable para recuperar el poder, en un momento en el que Estados Unidos necesita reconstruir la confianza en un sistema que deja mucho que desear. Un poco irónico, también.
En la última década hemos cruzado muchos umbrales en los que pareciera ya no haber vuelta atrás: Se ha normalizado la violencia y el patrón de hechos extremos en Estados Unidos. ¿Cómo recuperamos la sensatez? Quizá lo mejor sea, como lo digo siempre, reclamar las narrativas y esta vez transformar la ira y la impotencia en un vehículo para la paz. En este 2024, en el año en el que poco sorprende, marchar a las urnas puede ser el acto más revolucionario que hagamos para acabar con las múltiples guerras políticas que libramos en silencio o con detonador.